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La mejor manera de definir el fascismo es, ante todo,
escribir su historia, había escrito Angelo Tasca, y recuerda ahora Enrique
Moradiellos en la presentación de un nuevo manual sobre el régimen de Franco.
Si donde Tasca decía fascismo, decimos nosotros franquismo, la afirmación
será doblemente válida, pues la dictadura de Franco fue un régimen de tan
larga duración y sostenido en tan diferentes burocracias militar, eclesiástica,
fascista que pretender definir lo que fue en sus comienzos con categorías
válidas para lo que será en sus finales deja siempre la impresión de que
algo no cuadra. Por más que se debata y llevamos discutiendo ya sobre la
misma cuestión la friolera de 35 o 40 años siempre volvemos a lo mismo:
a levantar el inventario de definiciones para acabar diciendo que no fue
ni una cosa ni la otra, sino una especie de híbrido con una mezcla variable
de genes según los vientos que soplaban por el interior y las circunstancias
que lo rodeaban por el exterior.
Moradiellos, devoto de las ideas claras y distintas al modo cartesiano,
entiende desde el principio que la mejor manera de abordar la comprensión
del régimen de Franco consiste en marcar los límites temporales de sus
diferentes etapas: cronos es una dimensión esencial de la interpretación
histórica. Ha elegido para su periodización la naturaleza de la fuerza
hegemónica en cada uno de los tiempos del régimen: una configuración inicial
consistente en una dictadura personal caudillista y fascistizada de fuerte
impronta militar; unos años de hegemonía nacional-sindicalista, que alarga
hasta 1945; una etapa de predominio nacional-católico, que expira en 1959;
una fase autoritaria de desarrollismo tecnocrático, que llena los años
sesenta, y, en fin, la larga crisis y agonía que habría durado de 1969
a 1975.
El cuadro es, a grandes rasgos, acertado, aun si los límites entre las
etapas son discutibles y la hegemonía de una u otra fuerza siempre tropezó
con barreras y contrapesos. Dionisio Ridruejo no habría estado de acuerdo
en definir como nacional-sindicalista, menos aún como fascista, un tramo
que llegara hasta 1945. Y los tecnócratas habitual eufemismo para designar
a los miembros del Opus Dei no iniciaron su escalada en 1959, sino dos
años antes, ni abandonaron la escena en 1969, sino cuatro años después.
Pero estos deslizamientos de fechas no afectan a lo esencial: bajo la
permanente vigilancia militar, el régimen dispuso siempre de un componente
fascista y de un ingrediente católico, mantenidos en coalición desde el
vértice caudillista. Eso fue así en 1940 y eso seguía siendo así, aunque
de otra forma, treinta años después, y el manual de Moradiellos explica,
con precisión y múltiples lecturas, la totalidad del proceso y los debates
que su naturaleza ha suscitado desde el celebérrimo artículo en que Juan
Linz acuñó el concepto de autoritarismo.
Durante todos esos años, una presencia se perpetúa: la de Franco en
la jefatura del Estado. Hombre corriente, como subtitulaba Andrée Bachoud
en la primera edición castellana de una biografía escrita para franceses
mejorada ahora en su traducción aunque se hayan deslizado, como en la
anterior, algunos errores, no siempre inocuos, es lógico que su impasible
presencia al frente de una heterogénea coalición de fuerzas haya suscitado
la fascinación de historiadores propios y foráneos. Bachoud se siente
intrigada por el abismo que existe entre la vulgaridad del personaje,
su permanencia al frente del Estado y la gran transformación de la sociedad
bajo su mando. La adhesión o pasividad del pueblo, la protección especial
que le otorga la Iglesia, especialmente el Vaticano, y la ayuda de Estados
Unidos son para la historiadora francesa las tres principales razones
de su éxito.
Bachoud confiesa en el prefacio de su obra que ha optado por no recrearse
en episodios como la implacable represión de la guerra civil y la posguerra,
la censura y la falta de libertades. Lamentablemente, no fueron episodios,
sino datos estructurales del sistema de dominación impuesto tras la guerra
civil sin los que resulta imposible comprender la naturaleza misma del
régimen ni la entera personalidad del biografiado. Sin duda, el régimen
gozó de una adhesión popular y se benefició de la pasividad de una mayoría
de la población, pero ni adhesión ni pasividad pueden entenderse sin vincularlas
internamente a los mecanismos de control social puestos en marcha desde
el mismo momento de la rebelión militar. No se trató únicamente de perseguir
a individuos, sino de destruir todos los ámbitos de sociabilidad que no
estuvieran estrechamente vigilados por las fuerzas de la coalición vencedora.
Justicia de vencedores. Esta realidad que sirvió de cimiento al Nuevo
Estado en construcción es la que tratan de buscar hoy los investigadores
que han desbrozado archivos antes poco visitados, como los de los Tribunales
Militares, las Audiencias Territoriales, y las Jefaturas de Falange y
del Movimiento. Las historias que narran y el cuadro que componen son
desoladores, durante la guerra y después. Francisco Espinosa ha exhumado
los sumarios que dormían en el Archivo del Tribunal Militar Territorial
Segundo, de Sevilla, y, glosando los expedientes, ha reconstruido la suerte
sufrida durante las primeras semanas de la guerra por varios diputados,
alcaldes, concejales o vecinos de Sevilla, Huelva, Cádiz, Córdoba, Málaga
y Badajoz. En aquellos meses, recuerda Espinosa con razón, más que una
guerra lo que ocurrió fue la eliminación pura y simple de cierto número
de gente con el propósito de traspasar a otras manos el poder político
perdido en 1931. Aun si el objetivo era otro, la eliminación y la represión
no se detuvieron cuando la victoria estuvo asegurada. Como Conxita Mir
titula con acierto, hubo un tiempo en el que vivir fue sencillamente sobrevivir.
Su libro, centrado en la Cataluña rural, revisa con detalle la horrible
experiencia a la que fueron sometidos tantísimos españoles por cualquier
sospecha que cualquier vecino proyectara sobre ellos: denuncias, interrogatorios,
incremento de suicidios, control de los disidentes, picaresca, prostitución,
informes de párrocos rurales como delatores o avalistas de conductas,
consejos de guerra. La investigación es apabullante: sumarios militares
y causas civiles abiertas entre 1939 y 1952 que permiten conocer los nombres
y saber de las vidas de mucha gente corriente sometida a lo que jueces
militares y civiles quisieran hacer de ellas.
¿Fue necesaria esa represión tan brutal de la población para echar las
bases del posterior desarrollo económico? Así podría deducirse de la observación
final de la autora cuando entiende el control social ejercido por el régimen
durante su primera época como "la antesala de la acumulación que el país
necesitó para la modernización posterior". Es discutible, sin embargo,
que ese horrible aprendizaje sirviera para otra cosa que no fuera enervar
y liquidar las energías de tanta gente que la había derrochado en las
décadas anteriores. No sólo no fue necesaria esa antesala para la posterior
modernización, sino que la retrasó y la bloqueó durante veinte años.
Falangistas y caciques. Un punto de partida que tome en cuenta las políticas
de exclusión y represión como las define Antonio Cazorla es imprescindible
para entender la construcción del Nuevo Estado. Gasta tal vez Cazorla
en su documentado estudio demasiada energía en llamar la atención, aquí
y allá, sobre errores, rigideces, carencias y reduccionismos de una historiografía
académica a la que se habría escapado la verdadera sustancia del proceso.
Ni hay tal historia académica como un todo indiscriminado, ni ha dejado
de ver más de un historiador cosas similares a las que Cazorla ha dedicado
su trabajo. La tesis central, que Falange fue siempre un partido débil
y desorganizado, sin apenas presupuesto, un partido subalterno y desmoralizado
desde 1941 y que, por tanto, nunca existió una etapa fascista del régimen,
puede rastrearse en los mismos falangistas disidentes: no otro fue el
lamento de Ridruejo ante el Caudillo.
El lugar que Cazorla niega a Falange se lo atribuye a los viejos políticos,
los retratados en el cuadro célebre de oligarquía y caciquismo. Su estudio
pone de relieve la conexión por así decir genética entre el poder emergente
tras la guerra civil y los caciques de la Restauración y de la dictadura
de Primo de Rivera. La conexión es, desde luego, inapelable y Cazorla
la documenta con rigor: allí reverdecen los poderosos de siempre. Pero
la conclusión es algo precipitada: el retorno de los viejos políticos
no quiere decir que volviera la vieja política. Cuando el autor escribe
que "la vieja política parecía brotar por todos lados" pierde de vista
que el sistema de dominación ha cambiado por completo. Por eso, porque
el sistema es otro bien distinto al de la Restauración, no resultará paradójico
que después de presentarnos una Falange tan débil y caótica, y unos caciques
tan poderosos, a finales de los años cuarenta presenciemos la consolidación
de un poder cada vez mayor de los gobernadores de FET-JONS y la forja
de una clase política de falangistas vestidos con su camisa nueva.
El trabajo en archivos de Falange y del Movimiento ha permitido también
en los últimos años abrir un nuevo campo a la investigación histórica:
el análisis de lo que Francisco Sevillano define como opinión de los españoles.
Ya se comprende que esa opinión no se expresaba en los periódicos, sometidos
a férrea censura y a severas sanciones por la Ley de Prensa de 1938. Será
inútil también buscarla en sondeos y encuestas, aunque desde 1942 ya funciona
un Servicio Español de Auscultación de la Opinión Pública. Quedan entonces
los informes elaborados por la Delegación Nacional de Provincias y la
de Información e Investigación, que conocemos ahora por vez primera de
manera sistemática. Lo que se deriva de ellos, sin embargo, no es una
"visión cualitativa del estado de opinión", sino lo que los jefes de las
delegaciones decían que era la opinión de la mayoría, lo cual no es exactamente
la misma cosa.
En todo caso, eso es lo que tenemos gracias al trabajo de Sevillano,
que ha destilado la información sobre estados de opinión contenida en
esos informes y ha seguido su evolución desde las actitudes condicionadas
por el clima de terror durante la guerra hasta las expectativas suscitadas
por el desembarco en Normandía o la hostilidad generada por el estado
general de miseria y de hambre que la población achacaba al nuevo régimen.
Es significativa la insistencia de esos informes en la falta de entusiasmo
y la inhibición de la mayoría, que serán contrarrestados por la prensa
a base de campañas destinadas a reforzar el mito del caudillo cuya sabiduría
y prudencia ha mantenido a España al margen de la guerra mundial y ha
preservado la paz y el orden interior. No por casualidad, ésos serán los
dos valores prioritarios en las encuestas que más adelante, y con más
rigor metodológico, emprenderá el Instituto de Opinión Pública.
Nunca se acabará de comprender la naturaleza y el coste que para España
tuvo el régimen de Franco si no se extiende la mirada a quienes, para
salvar la vida, tuvieron que cruzar la frontera. Fueron cientos de miles
y de ellos se ha escrito también en abundancia. En esta ocasión, pasan
ante nuestros ojos las vidas de 50 mujeres que sufrieron de manera extrema
la política de exclusión. Sólo que la suya no terminó en el abatimiento
ni la pasividad. Al terminar la guerra de España continuaron su combate
en la Resistencia francesa y pagaron por ello un alto precio: ser conducidas
a los campos de exterminio nazis. Neus Català ha recogido el relato de
sus historias, contadas por ellas mismas.
De aquel tiempo y del personaje que lo dominó sin sombra alguna no nos
quedan sólo testimonios escritos. Los hay también, y muy abundantes, fotográficos.
Franco tuvo buen cuidado de fabricar una imagen pública como generalísimo,
jefe del partido único, caudillo enviado por Dios, vigía de Occidente,
hombre de Estado, conductor de muchedumbres, padre de familia, abuelo.
García de Cortázar ha preferido ordenar esas imágenes por bloques cronológicos,
ofreciendo una especie de película del régimen, con introducciones y comentarios
a pie de foto siempre punzantes. Sólo se echa de menos alguna fotografía
de gran formato hay una pero como arrinconada y poco significativa con
Franco en su posición preferida: entrando en catedral bajo palio. Las
hay a montones y podrían servir como metáfora de un régimen que construyó
sus fundamentos sobre las dos grandes burocracias vencedoras de la guerra
civil y administradoras supremas de la posguerra: el Ejército y la Iglesia.
Cuestiones generales y atención a los detalles
La España de Franco (1939-1975).
Política y sociedad.
Franco.
Vivir es sobrevivir. Justicia, orden y marginación
en la Cataluña rural de posguerra.
La justicia de Queipo. Violencia selectiva
y terror fascista en la II
División en 1936.
Las políticas de la victoria. La consolidación
del Nuevo Estado franquista
(1938-1953).
Ecos de papel. La opinión de los españoles
en la época de Franco.
De la resistencia y la deportación. 50 testimonios
de mujeres españolas.
Fotobiografía de Franco. Una vida en imágenes.
digital@elpais.es | publicidad@elpais.es
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