Jorge Luis Borges


[ARGENTINA]

Uno de los autores hipanoamericanos más importantes y más conocidos de este siglo, Borges nació en Buenos Aires en 1899. Después de hacer sus estudios primarios en la capital argentina, se trasladó a Europa donde pasó los años de la Primera Guerra Mundial en Suiza y en España. En este último país, se asoció con el ultraísmo, que representaba en España la literatura de vanguardia europea. En 1921, otra vez en Buenos Aires, se hizo el líder del ultraísmo en Hispanoamérica, y con un grupo de sus amigos fundó durante los próximos tres años las revistas literarias Prisma, y Proa. De la última de éstas, surgió El Martín Fierro, que mejor expresó las ideas ultraístas.

Sus primeras obras fueron poesías, pero en 1935 se publicó el libro que dio ímpetu a la parte de su producción que le traería su gran fama: Historia universal de la infamia, una colección de cuentos, uno de los cuales, "El hombre de la esquina rosada", es una verdadera obra maestra. Entre 1925 y 1955, se dedicó principalmente al cuento y al ensayo. Desde 1955, ya casi ciego, cultivó de nuevo la poesía, y escribe "parábolas", obras may cortas, fáciles de dictar.

En el prólogo de Artificios, la segunda parte de Ficciones (1944), el mismo Borges dice que "El sur" es "acaso mi mejor cuento". Es fácil ver sus motiros por su aparente predilección por la obra, no sólo por los muchos rasgos autobiográficos, sino porque ha logrado combinar en la obra varios dec sus temas predilectos: el sueño, el destino, el tiempo y la muerte; es la culminación sintética de toda su obra. En realidad, la muerte que ha de sufrir Dahlmann es una muerte argentina (o criolla) por excelencia. A recordar las últimas líneas del cuento: "Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja."

Entre las obras principales de Borges se encuentran las siguientes- Poemas: Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929) cuentos: Ficciones (1944), El Aleph (1949); ensayos: Discusión (1932), Otras inquisiciones (1952); parábolas: El hacedor (1960). Las Obras completas de Borges se han publicado recientemente en Buenos Aires, y mucha de su producción se encuentra en traducción inglesa.


El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea1, el que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica)2 eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas,3 el hábito de estrofas4 del Martín Fierro,5 los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores; una de las costumbres de su memoria era la imagen6 de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de las Mil y una Noches de Weil;7 ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le había hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de las las Mil y una Noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno.8 Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron, le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo,9 lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo10 y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en el arrabal del infierno.11 El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino.12 Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias13de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entre en un mundo más antiguo y más firme.14 Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación, advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen)15 había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.16

A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de las Mil y una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha,17 era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la manana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad18 y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.

El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres.19 Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos: vio zanjas y lagunas y haciendas; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.20

Alguna vez durmió 21 y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén; la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto; pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostíl, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que, al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre, sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (el hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba.)

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.

Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas,22 Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.

El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia.23 Atados al palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patron;24 luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera;25 para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.

En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad.26 Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de éstos ya no quedan más que en el Sur.27

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo,28 pero su olor y sus rumores aun le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco sonolienta.29 La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra; otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a é1. Dahlmann perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que é1, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:

--Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.30

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos.31 Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era una ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó, e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese puntito, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo) le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro.32 No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.

--Vamos saliendo33 --dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.


PREGUNTAS

1.¿Cómo se llamaba el abuelo materno de Juan Dahlmann?
2 ¿Cómo murió este abuelo?
3. ¿De quiénes había sido la estancia de Dahlmann?
4. ¿Por qué no esperó Dahlmann hasta que bajara el ascensor?
5. ¿Cómo recibe Dahlmann su herida?
6. ¿A dónde llevaron a Dahlmann en el coche de plaza?
7. ¿Qué le hicieron cuando llegaron a su destinación?
8. ¿Cómo eran las curaciones?
9. ¿Qué tipo de animal encuentra Dahlmann en el café?
10. ¿Qué pidió Dahlmann en el café?
11. ¿Qué saca Dahlmann de su valija al arrancar el tren?
12. ¿Qué tomó Dahlmann para el almuerzo en el tren?
13. ¿Dónde dejó a Dhlmann el tren?
14. ¿Dónde le dijeron a Dahlmann que podría conseguir un vehículo?
15. ¿Por qué creyó Dahlmann que reconoció al patrón del almacén?
16. Después de contarle su problema al hombre, ¿qué decidió hacer Dahlmann?
17. ¿Qué comió y bebió Dahlmann en el almacén?
18. ¿Qué sintió Dahlmann en la cara?
19. Cuando lo alcanzó la segunda bolita de miga, ¿qué decidió hacer Dahlmann?
21 ¿Cuál de los compadritos injuria a Fahlmann?
22. ¿Con quién tenía que pelear Dahlmann?
23. ¿Quién le tiró a Dahlmann la daga?
24. ¿Qué noción tenía Dahlmann de la esgrima?
25. ¿A dónde fueron a pelear?

TEMAS DE COMPOSIÓN O DISCUSIÓN

1. Analice las técnicas que emplea Borges para dar verosimilitud a su cuento.
2. Comente en detalle los motivos de Juan Dahlmann por haber aceptado el duelo.
3..Haga un estudio detallado de la personalidad y del carácter de Juan Dahlmann.
4. El cuento tiene dos partes; analice estas partes y el uso que el autor hace de ellas.
5. Seguimos la acción de este cuento desde el punto de vista de un observador ubicuo. En su opinión, ¿habría sido más eficaz si el autor hubiera elegido el punto de vista del protagonista? Explíquese en detalle.
6. Analice las técnicas que emplea Borges para lograr un similacro de realidad entre las dos partes del cuento.
7. Explique los indicios que Borges nos da para mostrar que Dahlmann hace un viaje regresivo en el tiempo.
8. Uno de los elementos primordiales del realismo mágico es la distorción del tiempo. Comente el método que emplea Borges para lograr esta distorción en "El sur".
9. Comente los sucesos que prefiguran la muerte de Dahlmann.