El Cuarto de Atrás
«Mefistófeles
en El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite.»
Aurora Egido
Universidad de Zaragoza
El cerco que el dictado de la realidad impone al
escritor está plagado de riesgos. Pero la aventura de franquearlo
puede llegar a ser más estimulante que el momento crucial de la
salida, cuando se traspasan los límites del laberinto y se elige
una dirección determinada1.
Aceptar la descripción de ese proceso y negarse a que éste
se convierta en material desechable, no explícito en el texto, parece
ser uno de los rasgos más evidentes de la novela actual.
Con El cuarto de atrás, Carmen Martín
Gaite ha dado ese paso decisivo mediante el cual la poética se integra
en el relato y éste se convierte en una reflexión constante
sobre el acto de escribir y cuanto implica2.
Las posibles «ataduras» formales son puestas en evidencia y
el ejercicio de contar -su descripción y análisis- pasan
a ser el objetivo fundamental de la obra. El título viene explicado
en la narración y tiene unas claras resonancias mnemotécnicas
que aluden a la capacidad de crear, de recuperar el pasado a través
de la escritura y de simbolizar el paraíso perdido de la infancia
que es, además, refugio personal y posibilidad de huida3.
El cuarto, más allá de su existencia real en el hogar salmantino
de la protagonista, llega a dibujarse
Paradigma de aislamiento y soledad que, en el plano de los precedentes invocables, nos remite al relato de Virginia Woolf, A Room of One's Own, auténtica casa de las ideas, como la crítica la ha definido4. La obra lleva una dedicatoria, en absoluto gratuita, a Lewis Carroll y una cita de Georges Bataille. Ambos se convierten en protagonistas de excepción, por cuanto sus postulados van a ser el haz y el envés del recuento: la apelación a la fantasía, al ocultamiento y a cuantas deudas se mantienen entre la literatura y el mal. Como suele ser costumbre en la autora, al final, las fechas de redacción ponen coto a la obra: noviembre de 1975 - abril de 1978. En este caso, el inicio de la escritura es el símbolo de la muerte de una época en la historia de España y, a su vez, de la de la propia protagonista que, entre sus señas, apunta su nacimiento «en plena Dictadura de Primo de Rivera, el 8 de diciembre de 1925, el mismo día que murieron Pablo Iglesias y Antonio Maura» (p. 130). La muerte de Franco le obliga a una fuga de recapitulación hacia sus orígenes, a la búsqueda de un tiempo sólo recuperable a través del arte de recordar (p 135)5. Dos años y cinco meses son taller capaz de recoger medio siglo de vivencias fragmentadas a través de una noche de duermevela en la que transcurre la acción.como un desván del cerebro, una especie de recinto lleno de trastos borrosos separado de las antesalas más limpias y ordenadas de la mente por una cortina que sólo se recorre de vez en cuando (p. 91).
Siete apartados de desigual proporción conforman
lo narrado. El número puede ser equívoco. Su disposición,
o su posible simbolismo, pueden alterarse, si consideramos que el VII es
un epílogo, en realidad, y que los seis primeros forman una unidad
independiente en las fronteras del sueño. Considerándolos
de forma aislada, cada uno mantiene su autonomía, e incluso su proporción,
pues el más largo es el IV, el central, seguido por el segundo.
El último es el más breve, aunque hacia él van encaminados
los que le preceden y es el que ofrece una solución aparente a sus
enigmas. Los epígrafes fondan el misterio de la novela policiaca6
(1. «El hombre descalzo»; II. «El sombrero negro»;
V. «Una maleta de doble fondo») y los tintes folletinescos
de las lecturas de la infancia (III. «Ven pronto a Cúnigan»;
IV. «El escondite inglés»; VI. «La isla de Bergai»).
Con lo dicho, se adivina ya que El cuarto de atrás
está
compuesto de materiales diversos que se van yuxtaponiendo o fundiendo para
dar como resultado un libro particular, pretendidamente alejado de los
últimos libros de memorias que aparecieron como revulsivo tras el
20 de noviembre de 19757.
Desde el comienzo, la narración se acoge a
lo fantástico, pero mostrando los difusos márgenes que la
separan de lo que puede parecer real. La cuestión de la verosimilitud
se ofrece en la constante vacilación de lo posible, y todo el primer
capítulo es una preparación para la prueba a la que el lector
se verá sometido más adelante, cuando aparezca en escena
el hombre de negro. La perspectiva autobiográfica conforma el monólogo
interior («stream of conciousness» / «invisible
caudal interior», p. 9) que permite contarse las cosas a uno mismo,
antes de que se presente la necesidad del interlocutor; en este caso, el
hombre descalzo8. Tres
tiempos, el de la escritura, el de la niñez y el del sueño
de la protagonista, se cruzan a partir de este momento, en esa lucha nocturna
en la que el entender y el imaginar entran en liza. Unos recuerdos traen
otros. Las palabras evocan, crean, se encadenan para resucitar la infancia,
el mundo anclado entre diminutivos, telas, revistas femeninas, objetos
que se acumulan de forma obsesiva. Y ya en los comienzos, como un juego,
el pacto: «Daría lo que fuera por revivir aquella sensación,
mi alma al diablo, sólo volviéndola a probar, siquiera unos
minutos» (p. 10).
Pero este deseo que se convierte en realidad páginas más
adelante se engarza con la reconstrucción de un pasado en el que
«lo real y lo ficticio se confunden» y la ironía marca
distancias al convertir en un objeto más la Introducción
a la literatura fantástica de Todorov9;
libro dentro de El cuarto que aparecerá como protagonista
expreso, testigo de la puesta en escena de las disquisiciones sobre el
género. Al igual que en La vuelta al día en ochenta mundos,
de
Julio Cortázar, el gato T.W. Adorno comparte las observaciones del
autor sobre la ruptura del orden10.
Todas las claves -a excepción de las que se velan para que el lector
vacile y no sepa a qué carta quedarse- aparecen en este primer capítulo.
La voluptuosidad del sueño de la protagonista
apela de forma inmediata en el lector a la memoria de Ana Ozores, cuando
se refugia en la almohada para reconstruir su infancia11.
La
Regenta tiene también sus confluencias con el mal y hasta un
origen mefistofélico, propio de quien, como Alas, demostró
su filiación a Baudelaire y a Bataille. El diablo en Semana Santa
fue
el cuento que precedió en 1880, como un esbozo, a la novela clariniana12.
Pero creo que la función de la imagen sufre una reelaboración,
al desprenderse del erotismo y dirigirse hacia un plano en el que lo que
se discute es, precisamente, el valor de la imaginación entendida
como acumulación de objetos -que son memoria-, sensaciones y visiones.
Gracias a ello, el desdoblamiento es total: la niña provinciana
y la narradora se miran; sortilegio capaz de que un papel desdoblado convierta
la habitación en mar o circo para perderse. El espejo y el cuadro
se entienden como puntos de fuga en el espacio y en el tiempo, sin que
en ningún momento se pierda la sensación de haber salido
de la habitación: estamos «a puerta cerrada». Porque,
junto a esto, hay digresiones anecdóticas, datos temporales y señas
que remachan la idea de que permanecemos en el terreno seguro -aunque falaz-
de lo autobiográfico.
La transgresión de la realidad se basa en
los viejos adynata que la tradición popularizó en
las viñetas de los pliegos de cordel13.
Con ese «mundo al revés» ingresamos en El juego de
la lógica14
de Lewis Carroll, el que permite buscar una salida absurda ante cualquier
obstáculo. Toda oportunidad es buena para emprender la huida, entendiendo
que esta huida significa, sobre todo, la facultad de fabular. El mundo
de Alicia marca en el texto la trayectoria del ludismo en libertad,
de la divagación gratuita. Trías lo bautizó como «lenguaje
de vacaciones», ese que permite salvar las distancias entre lo conocido
y lo ignorado15. La
metáfora del espejo está íntimamente ligada a la noción
de imitación, lo mismo que la del mundo al revés, e ingresa
en la concepción de lo mágico. Al mezclarla con los pactos
diabólicos, Carmen Martín Gaite, incidirá en la misma
combinación que J. Cocteau empleó en sus películas:
Le
sang d' un poéte y Orphée16,
aunque la proporción y los resultados difieran. El lenguaje fantástico
va así encontrando en el texto su propia identidad: la de no salirse
por el callejón sin fondo de los espejos románticos, la de
no buscar lo monstruoso ni lo esotérico, porque un tercer ingrediente,
ya citado, el de la ironía, llena todo el texto de esa ambigüedad
(p. 53) con que las cosas más normales mantienen viva la imaginación
en el relato policiaco17.
Éste se basa, según Cernuda, en la «emoción
de compartir una experiencia excepcional»18,
y hacia ella camina el relato.
Un atributo de lo infernal es la irrealidad. En el
capítulo II una serie de signos contribuyen a cargar la atmósfera
de misterio: el teléfono, el sobresalto, el temor a no saber quién
ni desde dónde llama. Llueve y un personaje entra en escena para
que exista el diálogo. El escapismo a través del espejo es
idéntico al del cuadro: el grabado de Lutero toma cuerpo y Mefistófeles
regresa a los dominios de la literatura una vez más. Pero no viene
de diablo cojuelo, ni de diablo mundo19,
sino con la careta de la imprecisión: puede ser un periodista misterioso,
metamorfosearse en amigo de toda la vida (p. 38), mostrar leves rasgos
demoníacos (la negritud, los ojos que brillan como cucarachas, el
olor a loción de brea) o establecer con la protagonista un interrogatorio
psiquiátrico (p. 32) o policial (p. 34). Los relámpagos y
truenos, el resplandor rojizo, la inversión de elementos y los cambios
espaciales en el grabado de «El mundo al revés» contribuyen
a esperar una atmósfera infernal que, sin embargo, no pierde visos
de realidad, pues el diabolismo entra en colisión con los recuerdos
sentimentales de los veinte años y la cursilería de la novela
rosa desdramatiza al hombre de negro que, a ratos, se convierte en el galán
en cuyo hombro la protagonista desearía descansar la cabeza («la
compañía de un hombre siempre protege», p. 29)20.
La quema de cartas, auto de fe en la tumba de la
caldera de la calefacción, el pasillo largo, la cortina roja, se
alternan con apuntes de un viaje a Lisboa, amores frustrados, versos -campoamorinos-
de Machado, de Bécquer, de Rubén Darío, héroes
del cine... De esa dialéctica entre la realidad y la ficción
surge además una reflexión sobre la propia obra. El proceso
a El balneario, la voluntad de no dejarse guiar por dictados ajenos
(p 41), las referencias al nacismo, convierten el capítulo en una
discusión sobre lo fantástico; porque la realidad -literaria
o no- provoca sus claves pero puede destruirlas, si se pierde el miedo
a lo desconocido. La teoría y la práctica confluyen («Esta
es la literatura. Me está habitando la literatura») y, desde
el perspectivismo del diálogo entre narradora y personaje se provoca
la discusión sobre el papel de la literatura: laberinto, refugio
o castillo en el que defenderse. En cualquier caso, las digresiones hacia
el largo anecdotario de las miserias y el ostracismo de la posguerra son
«puro y libre surgir» (p. 69), un desahogo.
El demonio aparece en la literatura y en el arte
bajo las especies más diversas21.
Su función de tentador suele ser más atractiva para las letras
que la de ángel caído. El mito de Teófilo desemboca
en una serie de variantes en las que el pacto se firma a cambio de una
serie casi infinita de mutaciones y logros: la juventud, la riqueza, el
futuro, el sexo, un obispado... Los grabados popularizaron, sobre todo,
esa disposición hombre / diablo que la cubierta de El cuarto
de atrás nos muestra y que se describe en el texto. Las pinturas
románicas sobre la leyenda de San Martín presentan ya ese
tema: el santo está en el lecho mientras el diablo espera tranquilamente
que ceda22. Pero debemos
apartarnos de los múltiples precedentes hagiográficos y acercarnos
a las versiones de Lesage y de Goethe -sobre todo a la segunda del Fausto-,
porque
en ellas el diablo aparece con rostro humano, compañero y hasta
maestro del hombre, aunque también ha servido en otros momentos
posteriores para bocetos de ballet, siendo muñeco en los títeres
o asunto de óperas23.
De un mito tan universal es imposible, y a la vez
inútil, detallar su génesis y evolución, pero sí
que creo de interés aproximar nuestro texto a los dos que, a mi
juicio, le son más cercanos: el Doktor Faustus (1947), de
Thomas Mann y El lobo estepario (1957) de Hermann Hesse24.
Sin embargo, en ninguno de los dos se presenta el enigmático personaje
a dialogar con el autor, como en El cuarto. Aquí el recuerdo
unamuniano de Niebla (1914) no parece gratuito, aunque el relato
se invierta y, paradójicamente, domine en el diálogo no la
capacidad totalizadora del narrador omnisciente, sino la magia del personaje
que es quien lleva las riendas y hace posible que los estímulos
narrativos no decaigan25.
En la versión fáustica de Thomas Mann
hay también, entre otras muchas cosas, una constante reflexión
sobre la palabra y su escritura, fundamentalmente en el plano dialéctico
que se establece entre la razón y lo demoníaco26.
Las referencias a Lutero y el análisis de los poderes y cualidades
del maligno -tanto en la versión del profesor Kumpf, como en la
opuesta del profesor Schleppfuss-, preparan las claves interpretativas
de la aparición del demonio en escena, cuando se nos transcribe
el manuscrito que el protagonista, Adrián Leverkühn, escribe
sobre tal entrevista. Como en El cuarto, hay canciones intercaladas,
fragmentos de poemas, y las historias personales del narrador y del protagonista
se alternan con la historia del pueblo alemán, con su catástrofe27.
La aparición del nuevo Mefistófeles tiene lugar en el cuarto
de Adrián, mientras éste lee el pasaje de Kierkegaard sobre
el Don Juan de Mozart. En la oscuridad, aparece primero con disfraz
de vagabundo, ofreciendo al compositor lo arcaico, lo primitivo, lo que
no ha sido puesto a prueba en el arte desde tiempo inmemorial. En definitiva,
la inspiración28.Pero
al poco, se ofrece con visajes nuevos, cambia de traje y actitud, el pelo
rojo se vuelve negro y aparece como «un intelectual de esos que escriben
en la Prensa sobre arte y música, un teorizante, un crítico,
compositor también cuando su oficio de pensador le deja libre»29.
El
problema de la esterilidad creadora va a solucionarse para siempre: a cambio
del alma de Adrián y de sacrificar su disposición para el
amor, tendrá veinticuatro años de tiempo «genial».
Podrá componer el «Lamento del Dr. Fausto» y asombrar
al mundo con las shakespeareanas «Penas de amor perdidas» y
el septimino. Pero lo musical es evidentemente metáfora de la escritura.
Bien claro lo dice Adrián una vez poseído: «No me propuse
escribir una sonata... sino una novela»30.
Un grabado de la «Melancolía» de Durero que al principio
del relato aparece sujeto con chinchetas en la habitación de Adrián,
en la ciudad de Halle, se convierte en una pieza magistral, el homenaje
al pintor: «Apocalypsis cum figuris»31.
La ambigüedad, tantas veces invocada en el texto, hace que Adrián,
cuando desaparece el diablo de su cuarto, busque una explicación
racional al encuentro; explicación inútil, porque está
realmente vendido para seguir creando. Hacia el final, asumirá el
compromiso:
Texto de textos, la novela irá creciendo al ritmo de creatividad musical que Adrián va desarrollando. El epílogo recogerá, como en El cuarto, el nivel de las páginas que asciende, a los ojos del narrador, cansado y viejo, complacido con «el alto montón de cuartillas que su esfuerzo animó, que son obra de mi industria...»33.Porque siempre pensé que quien no arriesga no gana y que hay que rendir homenaje al diablo porque es el único que hoy puede dar aliento a grandes obras y empresas32.
El visitante de El cuarto de atrás es
también, como apunté, una suerte de lobo estepario que inquieta
a la protagonista desde el mismo momento en que aparece34.
Nos encontramos en la obra de Hesse con otro lector de Goethe, un hombre
que anda a dos pies, pero que tiene el alma de lobo de los artistas con
doble naturaleza, nadadores entre su alma divina y demoníaca. También
aquí hay una entrevista. En sueños, Harry Haller habla con
Goethe:
y los dos discuten ampliamente sobre la naturaleza humana y la música de Mozart, hasta que Harry se despierta. Las escenas del «Teatro-Mágico-sólo para locos», cuya entrada cuesta la razón, pueden homologarse con las escenas teatrales del capítulo «La isla de Bergai», cuando la protagonista camina hacia el hombre de negro como hacia la escenificación de un teatro para dos. La habitación -escenario- da pie a la rememoración de su participación en la puesta en escena de un entremés cervantino en el Liceo de Salamanca. Esta analogía teatral no sería suficiente, si no fuese porque el final de El lobo estepario significa igualmente la posibilidad de seguir creando. Los personajes del pequeño teatro se achican hasta convertirse en figuritas dentro del chaleco. Harry Haller -procesado por haber confundido la realidad con la fantasía- termina sintiéndose ligero y dispuesto para el sueño:Desgraciadamente no estaba yo allí del todo como particular, sino como corresponsal de una revista; esto me molestaba mucho y no podía comprender qué diablo me había colocado en aquella situación35.
Del mismo modo, Carmen Martín Gaite pone punto final a la obra con palabras que significan la posibilidad de seguir imaginando. El hombre de negro le ha dejado al alcance la capacidad de resucitar los mecanismos del sueño y los de la escritura:¡Oh, lo comprendí todo; comprendí a Pablo, comprendí a Mozart, oí en alguna parte detrás de mí a su risa terrible; sabía que estaban en mi bolsillo todas las cien mil figuras del juego de la vida: aniquilado, barruntaba su significación; tenía el propósito de empezar otra vez el juego, de gustar sus tormentos otra vez, de estremecerme de nuevo y recorrer una y muchas veces más el infierno de mi interior36.
La disquisición sobre lo fáustico confluye necesariamente en lo literario. El confrontar estos textos no me parece asunto añadido, sino consecuencia lógica de la lectura de El cuarto de atrás, autobiografía literaria, si las hay, suma además de toda la obra anterior de la autora37. Pero esa recapitulación sobre El balneario (p. 31), Entre visillos (p. 73), Ritmo lento (p. 168) y la obra de investigación en torno a Macanaz o a los Usos le lleva precisamente a la necesidad de crear algo distinto, a tratar de incorporar los viejos materiales en un marco diferente, apoyado en los resortes de la literatura fantástica. Aquí se asume plenamente lo expuesto por Belevan en su Teoría de lo fantástico38; es el texto mismo, el lenguaje el que lo genera, y una tradición de referentes, más o menos explícitos, pueden ir fabricando una novela distinta. No se trata tampoco de acumular elementos maravillosos. La isla de Bergai, el hombre de la playa, el performismo teatral, residen en la mente, en el cuarto de atrás, no alteran las alusiones externas, la vida cotidiana, historiada. Dice Todorov:¡Qué sueño me está entrando! Me quito las gafas, aparto los folios y los dejo con cuidado en el suelo. Estiro las piernas hacia la juntura de la sábana y, al ir a meter el brazo derecho debajo de la almohada, mis dedos se tropiezan con un objeto pequeño y frío, cierro los ojos sonriendo y lo aprieto dentro de la mano, al tiempo que las estrellas risueñas se empiezan a precipitar, lo he reconocido al tacto: es la cajita dorada.
Se trata de un intento de superar los postulados novelísticos anteriores fundiéndolos en una atmósfera de misterio, encerrándolos no sólo en el cuarto de atrás de la memoria, sino en el escenario kafkiano en el que transcurre el relato: escaleras, pasillos, habitaciones, muros que obligan a vueltas y espirales continuas40. Lo fantástico se logra sin milagros aparentes, relatando los hechos, como si fuesen normales, sin alterar el orden; porque no está reñido con lo posible y familiar y puede aparecer en el espacio y el tiempo cotidianos41.Lo sobrenatural nace del lenguaje; es a la vez su prueba y su consecuencia: no sólo el diablo y los vampiros no existen más que en las palabras, sino que también, sólo el lenguaje permite concebir lo que siempre está ausente: lo sobrenatural39.
El texto es claro, su lenguaje no alimenta confusiones
ni despide esos «destellos de inefabilidad» contra los que
la propia autora ha reaccionado otras veces42.
Trata de acarrear además a las aguas literarias material de desecho
folletinesco, infraliteratura femenina que se incorpora en el mismo saco
que la artística. Porque El cuarto, entre otras cosas, almacena
un catálogo selectivo de las lecturas posibles para los nacidos
en 1925 y vindica lo kitsch y la entrada en la novela de
las «ataduras» del lenguaje femenino como signo de otras más
complejas43. Lo sentimental
invade el marco de lo misterioso y se adueña del relato, con evidentes
concesiones a la novela rosa, a veces alteradas por la reflexión
de la narradora, como cuando en el capítulo segundo, a propósito
de Hitler y el nacismo, entona el mea culpa de quien ha vivido entre
algodones sentimentales, de espaldas a la historia.
Los capítulos III y IV son una puesta en escena
de la retórica y costumbres de posguerra, una reflexión y
una denuncia sobre el lenguaje sin libertad. Se trata de un libro inserto
en el de El cuarto que va entrelazándose con técnicas
de digresión, y como «una forma divertida de enhebrar los
recuerdos» (p. 128). Hay, sin embargo, un cambio brusco en el capítulo
V, el de la maleta de doble fondo, al aparecer una nueva y misteriosa interlocutora
que había al otro lado del teléfono. Aquí se ponen
a prueba la verosimilitud y la paciencia del lector al proponer un triángulo
amoroso que es, en realidad, un divertimento en el que se confunden el
Alejandro de la novela rosa con el interlocutor diabólico. A ratos,
parece que ese hombre no existe más que en el diálogo que
las dos mujeres mantienen. El melodrama se despliega con todos sus ingredientes.
La parodia del género se evidencia, aunque sin descartar el placer
de leerlo y escribirlo. En definitiva, se rescata el derecho a volar sin
restricción, como en las ficciones de Lewis Carroll: «lo más
excitante son las versiones contradictorias, constituyen la base de la
literatura, no somos un solo ser, sino muchos...» (p 167), se nos
dice. El relato del diálogo telefónico es un rompecabezas
al que le faltan algunas piezas, de ahí que el final resulte inconcluso
y ambivalente.
En «La isla de Bergai», como ya señalamos,
introduce teatro en la novela. «Todo es jugar» (p. 177), en
este caso, con la literatura misteriosa, onírica, entreverada con
los retazos de ese libro inconcluso sobre las costumbres de la posguerra.
Lo escrito se somete a juicio, incluso la posibilidad de divagar (p. 182).
Pero es el hombre de negro, y no la protagonista, el que se adueña
de la escena. Ella se convierte en comparsa. Los folios que se han ido
acumulando sobre la mesa pasan a manos del desconocido, que los ordena.
Ella se duerme, pero antes de que su hija la despierte -como a Alicia su
hermana de regreso del país de las maravillas44-
sabemos ya que la literatura puede ser un juego: colocar una cucaracha
kafkiana en el damero de Alicia A través del espejo, dejar
migas, en lugar de piedras, para que el lector no encuentre el camino,
fundir a Todorov con Elizabeth Mulder, dejar inacabada la novela de Alejandro
en el acantilado (p. 146) y barajar, al juego de la lógica, el número
de folios que se van escribiendo. El recuento final da un total de 182.
Bonita falacia: nunca el «libro» podrá coincidir con
ellos, a no ser que caiga en manos de un editor verista. Esto puede, sin
embargo, ofrecernos la posibilidad de la regla de tres, pues en la página
101 el hombre de negro encuentra una hoja de cuaderno en la que están
apuntados los versos de la Gitanilla de Cervantes, «Cabecita,
cabecita / tente en ti, no te resbales...». Ella, al aproximarse
a la máquina de escribir, comprueba que una frase alusiva al hombre
de la playa ha sido desplazada por el conjuro cervantino. Estamos en el
folio 79. Además la misma cita apareció ya en las páginas
37-38. La cuestión está bien clara: la paginación
impresa y la del manuscrito no coinciden, pero tampoco son proporcionales.
Como dice Borges, a propósito del enigma de la tortuga y Aquiles:
«Aceptemos el idealismo, aceptemos el crecimiento concreto de lo
percibido, y eludiremos la pululación de abismos de la paradoja»45.
En el capítulo final la noche ha desaparecido. Son las cinco de la tarde y estamos a primeros de mayo, cosa verosímil, según las secuencias temporales del relato (vid. p. 19). La habitación de rojo (como la de Ritmo lento) parece un decorado después de la función. En principio, podríamos pensar que todo ha sido un sueño. Pero ahí están el grabado, la carta azul, la cucaracha, la bandeja con dos vasos... y un título, El cuarto de atrás, para desmentirlo. La novela se cierra de forma circular, pues termina como empieza, pero la cajita dorada abre la espiral: es posible seguir escribiendo, sólo hace falta tensar el arco con El cuento de nunca acabar.
Publicado en Salina. Revista de Lletres (Tarragona), 8 (1994), 59- 66.
El URL de este documento es http://fyl.unizar.es/gcorona/articu42.htm
Aurora Egido es Catedrática de Literatura Española de la Universidad de Zaragoza. Renombrada especialista en la literatura de nuestros Siglos de Oro ha publicado numerosos libros y artículos sobre ella, así como sobre literatura contemporánea.
Nota 1.- Véase a este propósito
Juan Benet: La inspiración y el estilo, Barcelona, Seix Barral,
1973, p. 179. La fabulación es también, como ya señaló
Bergson, una reacción contra los poderes negativos de la inteligencia
(Cf.Gilbert
Durand: La imaginación simbólica, Buenos Aires, Amorrortu
ed.,1971, p. 125).
Nota 2.- El cuarto de atrás,
Barcelona,
Destino, 1978. El título tiene la sencillez acostumbrada en otros
de la autora y el coloquialismo de Entre visillos (1957) y A rachas
(1976).
Nota 3.- Juan Eduardo Cirlot, en su Diccionario
de símbolos, Barcelona, Labor, 1969, p. 243, entiende que la
habitación es «símbolo de la individualidad, del pensamiento
personal». La habitación cerrada significa la virginidad y
la incomunicación, a juicio de Frazer. Es símbolo unido al
mito de Dánae. Aparece también en el folklore, conectado,
curiosamente, como el texto que analizamos, con el infierno y la magia.
Véase Stith Thompson: Motif- índex of Folk Literature,
Indiana
University Press, 1966, Q. 561.3, F. 451.43.2, D. 1141, etc. y véase
Gaston Bachelard: La poétique de l' espace, Paris, 1961.
Nota 4.- La novela es de 1929. Creo conveniente
recordar la ya tópica alusión de esta novelista inglesa:
«A woman must have money and a room of her own if she want's to write
fiction», así como otro de sus títulos, Jacob's
Room (1922). Para la confrontación entre Retahílas,
Barcelona,
Destino, 1974 y The Waves: Luanne Buchanan, «La novela como
canto a la palabra», Ínsula, núm 396-397, 1979,
p. 13. Virginia Woolf y Natalia Ginzburg parecen ser escritoras favorecidas
por la atención de C. Martín Gaite (vid. J. Bustamante:
«Encuentro con Carmen Martín Gaite», Camp de l'Arpa,
1978,
pp. 55-56.
Nota 5.- La función de la memoria
en la obra de Carmen Martín Gaite es fundamental. Incluso en sus
ensayos: «En el centenario de don Melchor de Macanaz (1670-1760)»
en La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas, Madrid,
Nostromo, 1973, pp. 41 y ss. habla de que el nombre de Macanaz «lo
tenía relegado a esos confusos desvanes donde se ha ido amontonando
en la memoria toda suerte de nombres y de rostros». Pero en el artículo
de 1969 que da título al libro ya había desarrollado plenamente
su teoría de que la acción del narrador, como sujeto y artífice,
no es sólo la de recordar, sino la de seleccionar los recuerdos
de un modo determinado. Y no sólo de lo que ocurrió, sino
de lo que estuvo a punto de ocurrir o se quiso ocurriera (p. 18). La posición
entra de pleno en los postulados aristotélicos tantas veces discutidos
en el Quijote. Obviamente surgen el recuerdo de Marcel Proust y
de C. Pavese, escritores a los que suele referírse la autora («Encuentro
con», cit., p. 55, y prólogo a Los Bravos de Jesús
Fernández Santos, Madrid, Salvat-Alianza, 1971).
Nota 6.- Véase Cristopher Butler:
Number
Symbolism, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1970, analiza en pp.
162 y ss. la utilización simbólica del número en la
literatura contemporánea, sobre todo en James Joyce, quien se burla
del pitagorismo, dejando sin aclarar los simbolismos o riéndose
por boca de Mr. Bloom: «do anything you like with figures juggling»
(p. 164). Jung interpreta a otra luz el simbolismo (p. 167). Aquí
correspondería la suma de la Trinidad con la cuaternidad, símbolo
del inconsciente y lo femenino. (El siete es también número
diabólico). Pero no queremos correr aquí el difícil
riesgo del psicoanálisis que considera la literatura como síntoma.
(Cf.Anne
Claucier: Psychanalyse et critique littéraire,
Paris, Edouard
Privat, 1973). Compárese con los títulos de Dashiell Hammett,
Cosecha
roja, Madrid, Alianza, 1967: «Una mujer de verde y un hombre
de gris», «Un cuchillo negro». Nombres de calles en inglés...
Vid.
infra, n. 18.
Nota 7.- Gonzalo Sobejano, «Ante la
novela de los años setenta», Ínsula, núm.
396-397, 1979, pp. 1 y 22, homologa esta obra con otras memorias autobiográficas
en forma dialogal: Retahílas, Diálogos de anochecer de
J. M. Vaz de Soto (1972), Las guerras de nuestros antepasados (1975)
de Delibes y La muchacha de las bragas de oro (1978) de Marsé.
Comparto con Sobejano su acertada opinión al incluir la obra entre
las que exaltan la libertad creadora, la reflexión autocrítica,
el interlocutor enigmático y el diálogo. Véase también
Darío Villanueva: «La novela» en El año literario
español 1978, Madrid, Castalia, 1979, pp. 23-24.
Nota 8.- La búsqueda del interlocutor,
ed.
cit., pp. 16 y 21.
Nota 9.- Sigo la edición de Buenos
Aires, Ed. Tiempo Contemporáneo, 1972. (Los paralelismos teóricos
entre Todorov y C. Martín Gaite son muy frecuentes. Nótese
que en pp. 63 y ss. Todorov estudia El cuarto ardiente de J. Dickson
Carr, como ejemplo de finales dobles). Lo fantástico está
unido a la novela policial, tan plagada de enigmas y vacilaciones (Ib.,
pp.
61,63 y ss.), y vid. A. Amorós: Introducción a la novela
contemporánea, Madrid, Anaya, 1971, p. 175. Véase la
opinión de Todorov respecto a la conveniencia del «yo»
narrador-personaje, por lo que al relato fantástico se refiere:
«En tanto narrador, su discurso no debe ser sometido a la prueba
de la verdad; pero en tanto personaje, puede mentir» (p. 101). Y
Óscar Tacca: Las voces de la novela, Madrid, Gredos, 1968.
El
cuarto ofrece el desorden al que tiende el relato en 1.ª persona
y la visión prismática que permite que el conocimiento novelesco
sea suma de elementos parciales, a veces contradictorios.
Nota 10.- Julio Cortázar: La vuelta
al día en ochenta mundos, México, Siglo XXI, 19684,
pp. 11 y ss. y 43-47.
Nota 11.- Véase Leopoldo Alas (Clarín):
La
Regenta, Barcelona, Noguer, 1976, pp. 130 y ss. Recordemos que, para
Sartre, el sueño «se vive como ficción» y se
lee como novela: Lo imaginario, Buenos Aires, Losada, 19682,
p. 228 y, del mismo, véase La imaginación, Buenos
Aires, Ed. Sudamericana, 1970. Otra proposición es la de Erich Fromm,
cuando en El lenguaje olvidado. Introducción a la comprensión
de los sueños, mitos y cuentos de hadas, Buenos Aires, Hachette,
19725, p. 185, dice que debemos leer El proceso de Kafka
como si se escuchase el relato de un sueño. La Regenta fue
una de las primeras lecturas de la autora (cf. entrevista de A.
del Villar: «Carmen Martín Gaite», Estafeta Literaria,
núm.
645-646, octubre 1978, pp. 8-11) que en el prólogo a su estudio
Usos
amorosos del dieciocho en España, Madrid, Taurus, 1972, p. XIX,
señala, a propósito de Madame Bovary, la perpetuación
de determinados modelos de conducta.
Nota 12.- Ib. Véase el prólogo
de Gonzalo Sobejano, pp. 29 y ss. Y del mismo, Novela española
de nuestro tiempo, Madrid, Prensa Española, 1970, p. 391, donde
se señala el precedente de La Regenta en el provincianismo
salmantino de Entre visillos. Mario Vargas Llosa en su prólogo
a Georges Bataille: El verdadero Barba-Azul, Barcelona, Tusquets,
1972, p. 21, señala cómo la literatura expresa fundamentalmente
«la parte maldita» de la experiencia humana.
Nota 13.- Véase E. R. Curtius: Literatura
Europea y Edad Media Latina, México, Fondo de Cultura Económica,
1976, I, pp. 143-148. El mundo al revés aparece en divertidos Carmina
Burana» («De diez años, los pícaros/más
libres que unos pájaros/se juzgan catedráticos») y
en Estrabón, Alaine de Lille, Chrétien de Troyes y otros.
El cuadro de Brueghel «Proverbios holandeses» inició
una floreciente reproducción pictórica. Curtius señala
que este mundo «puede convertirse en expresión de horror en
el claroscuro de un alma atormentada» (p. 147).
Nota 14.- Sigo la edición de Alfredo
Deaño, Madrid, Alianza, 1972. La frase es de André Breton,
a propósito del «sin sentido» de Lewis Carroll (p. 11).
Vid.
Aventuras subterráneas de Alicia de Lewis Carroll. Edición
y prólogo de Fernando Carbonell, Barcelona-Palma de Mallorca, 1979,
p. 45. Para todo lo referido a Lewis Carroll es indispensable la edición
The
Annotated Alice. Alice's Adventures in Wonderland & Through the Looking
Glass. Edición de M. Gardner, Penguin Books, 1970,
vid. pp.
162-163 para el sueño dentro del sueño, comparable al de
El
cuarto.
Nota 15.- Eugenio Trías: Metodología
del pensamiento mágico, Barcelona, Edhasa,1970, pp. 72, 141
y 158. Ello permite romper el maniqueísmo de los opuestos: bien/mal;
luz/sombra; sí/no, etc. Sobre esta coincidentia oppositorum:
M.
Eliade, Mefistófeles y el andrógino, Madrid, Guadarrama,
1969, pp. 103 y ss.
Nota 16.- Vid. Gilbert Lascault:
Le
monstre dans l'art occidental, Paris, Klincksieck, 1973, pp. 203 y
209. «Le monde á l'envers» en p. 400. Curiosamente,
para Alejo Carpentier, el código de lo fantástico que se
basa en el mundo al revés dista mucho de ser el mejor. Véase
Tientos
y diferencias, Montevideo, Ed. Arca, 1973.
Nota 17.- Aquí no hay novela gótica,
ni «escuela frenética», ni fantasmas de institutriz
a lo Henry James (cf. Camp de l' Arpa, núm. 65-66, julio-agosto
de 1979). Fueron los románticos los que prestaron nuevas formas
de interpretar en la literatura, los sueños y la noche. El Sueño
se convirtió en el modelo de la creación estética
y la Noche el reino de lo absoluto, la meta deseada. Véase Beguin:
El
alma romántica y el sueño, México, F.C.E., 1954,
pp. 111, 178 y 485. Para el concepto de ambigüedad en el género
policiaco, Boileau-Narcejac: La novela policial, Buenos Aires, Paidós,
1968. No olvidemos que en p. 210 alude la protagonista a la contracubierta
de El hombre delgado de Dashiell Hammett. Cita por la edición
de Madrid, Alianza, 1971.
Nota 18.- Véase el prólogo
a Dashiell Hammett: Cosecha Roja, ed. cit., p. 11, donde señala
que, «para conseguir esa emoción, la visión de la realidad
debe ir entreverada de afecto y de ironía, lo cual, desde Cervantes
a acá, ha sido meta del arte novelesco». El hombre delgado
de
Hammett puede que juegue en la titulación del capítulo 1.
Téngase en cuenta que la obra se basa en la investigación
de un misterio: dónde está el invisible Clyde Wynant. El
lector se convierte en partícipe del relato, en un detective a la
búsqueda del misterio de la novela.
Nota 19.- Madrid y el diablo parecían
sugerir esos precedentes. Pero en esta obra hay paradójicamente
una criba de usos costumbristas y un alejamiento del canto I de Espronceda
«Sobre una mesa de pintado pino...» (El Diablo mundo, Madrid,
1965, vv. 652 y ss. Título de la revista que Corpus Barga dirigió
desde abril de 1934). En la edición de F. Rodríguez Marín
del Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara (Madrid, Espasa-Calpe,
1969, p. XXXI) hay un romance popular que recitó una hechicera de
Madridejos en el que curiosamente aparece el diablo como juglar.
Nota 20.- El damero que forman las baldosas
del pasillo -al margen de su posible origen real- presenta su analogía
con el de Alice Through The Looking Glass. También el tema
de la chimenea inexistente (The Annotated Alice, ed. cit., pp. 184
y ss.) En ésta, como en Alice in Wonderland aparecen versos
y canciones de época, a veces con sentido paródico. No creo
que esté de más apuntar este criterio de Alicia: «what
is the use of a book without pictures or conversations?» (Ib.
p.
25).
Nota 21.- Vid. Jacques Levron: Le
diable dans l'art, Paris, Ed. Auguste Picard, 1935 y, especialmente,
Le
diable au Moyen Age, Senefiance, 6, Univ. de Provence-Paris, 1979.
Su aspecto vacila entre el ángel caído, la animalización
o el aspecto humano deformado (gigante o enano). Cómplice de la
mujer en los capiteles góticos, hecho basilisco en los vitrales
o animal repugnante en los libros de horas o volando con sus alas negras
en las ilustraciones que Delacroix hizo del Fausto. Vid. Mario Praz:
«Las metamorfosis de Satanás» en La carne, la muerte
y el diablo (en la literatura romántica) (Venezuela, Monte Ávila
ed. 1969, pp. 75 y ss.). La novela gótica se llena de «nietos
del Satán de Milton y hermanos del mesnadero de Schiller»
(p. 82). En el S. XIX invadió el folletín (p. 99). Para la
muerte de San Martín, véase el Frontal de Chía (Cf.
O.M.
Borrás y M. García Guatas: La pintura románica
en Aragón, Zaragoza, 1978, p. 405). Ese modelo se repite incansable
en el Arte de bien morir. Breve confesionario, imp. en Zaragoza,
Pablo Hurus y Juan Blanco, s.d. (circa, 1479-1484).
Nota 22.- Para la tipología folklórica
del diablo, véase Claude Seignolle: Vida y andanzas del diablo
(Madrid,
1972). Variantes sobre los poetas, en Roland Villeneuve: El universo
diabólico (Madrid, 1972, pp. 155 y ss.). La bibliografía
es amplísima. Dos casos opuestos en el tratamiento del tema me parecen
el de Daniel Defoe, cargado de ironía (Historia del diablo, Pamplona,
Madrid, 1978) y el de William Blake que desarrolló una fe semimaniquea,
basada en la antítesis entre lo divino y lo demoníaco (William
Blake: Selected Engravings. Edición de Cardyn Keay, Londres,
Academy Ed., 1975). Véanse P. Mabille: Le miroir du merveilleux,
Paris,
Minuit, 1962 y Max Miluer [et coll.]: Entretiens sur l'homme
et le diable, Paris, La Haya, Mouton, 1965.
Nota 23.- Véanse los artículos
«Satanás» y «Fausto» en E. Frenzel, Diccionario
de argumentos de la Literatura Universal, Madrid, Gredos, 1976, para
las innumerables variantes del tema y la relación con Lutero, y
E. R. Curtius, op. cit II, pp. 760, 765-773, para la relación
entre la poesía y el diablo, presente en El mágico prodigioso
de
Calderón. Una de las versiones más recientes es el cuento
de Mark Reynolds: Martinis: 12 to 1 (cf. Roger Caillois:
Imágenes,
imágenes (Sobre los poderes de la imaginación),
Barcelona,
Edhasa, 1970, p. 25).
Nota 24.- Utilizo las siguientes ediciones:
Thomas Mann, Doktor Faustus. Vida del compositor alemán Adrián
Leverkhün narrada por un amigo, Barcelona, Edhasa, 1978, y Hermann
Hesse, El lobo estepario, Madrid, Alianza, 1967.
Nota 25.- Miguel de Unamuno: Niebla (1914),
Novelas
completas II, Madrid, 1951, pp. 673-865. Recordemos que Augusto, el
personaje, visita al autor en Salamanca y que, en un momento dado, arremete
contra el autor: «[...] No sea que usted no pase de ser un pretexto
para que mi historia llegue al mundo» (p. 848). Luis Suñén
dice en su análisis de El cuarto, «Interlocutor intruso
y texto total», Ínsula, 1978, p. 11: «El interlocutor
ocupa el papel del narrador, se adueña de la historia y la configura
a su antojo».
Nota 26.- Ed. cit. pp. 8 y 9. En p. 228,
se reflexiona sobre los momentos previos a la escritura. Lutero aparece
ya en las primeras páginas y se vuelve a él constantemente.
Vid.
pp.
18, 107 y 271.
Nota 27.- Ib., p. 352, alusiones
a la guerra. En p. 394, se habla de la «disolución del estado
monárquico militar que durante tan largo tiempo había dado
forma a nuestra vida política y al cual nos habíamos acostumbrado»;
éste y otros referentes son equiparables al punto de vista adoptado
en El cuarto respecto a la situación española anterior
a noviembre de 1975. Aunque en esta obra el problema se fija más
en lo personal y anecdótico.
Nota 28.- Ib., pp. 260 y ss. En p.
277, dice el diablo: «¿Quién sabe hoy ya, y quién
supo en los tiempos clásicos, lo que es inspiración, auténtico
y primitivo entusiasmo, libre de toda crítica, de toda prudencia,
libre del dominio de la razón?».
Nota 29.- Página 279. El diálogo
está presidido por constantes alusiones a las náuseas y al
frío. La presencia del libro de Kierkegaard acerca la discusión
a los temas glosados en Niebla. Dice el diablo: «Tú
me ves, por lo tanto, yo soy tú ¿Vale la pena de preguntar
si existo en la realidad? ¿Qué es, en suma, la realidad y
por qué no han de ser verdaderos la aventura y el sentimiento?».
Luego se muda en teólogo (p. 286) y al final recupera su aspecto
de vagabundo.
Nota 32.- Ib., p. 571. Es importante
en la obra la presencia de la infancia, y de su simbolismo, a partir de
la p. 528, con la aparición de Nepomuk. Cuando Adrián se
despide, como Fausto, de sus amigos declara haber sido fiel a «la
nigromancia, la carmina, la encantación...».
Nota 33.- Ib., p. 581. El libro de
Goethe, como tantas otras referencias literarias, va engastándose
en la obra de Thomas Mann, junto a un riquísimo caudal de observaciones
poéticas que no puedo ni esbozar aquí. Sobre la ambigüedad,
vid.
pp.
228-229 y p. 525. Para El cuarto me parece de interés el
juego con las fechas de la escritura en p. 294: cuenta el tiempo personal
y el objetivo: «el tiempo en que vive el narrador y el tiempo en
que se desenvuelve la narración». Los sufrimientos de Adrián,
aquejado de jaquecas y enfermo, los males del totalitarismo, la muerte,
son, en ambas obras (fármacos, dictadura), otras tantas particularizaciones
del mal.
Nota 34.- Ed. cit., p. 11. Su existencia
en «el cuarto del doblado» altera los sueños del narrador.
Hombre nocturno (p. 52), presto al suicidio (a las 50) y a las anotaciones
para locos. Véase el retrato del «vicio demoníaco»
de Goethe en p. 89.
Nota 35.- Ib., p. 104 y pp. 105 y
ss. Al final de la entrevista con Goethe, se despierta en el Restaurante.
Se utiliza la técnica del libro («Tractat del lobo»)
dentro del libro. Aparece el espejo (p 190) y un inquietante escorpión
que, como la cucaracha en El cuarto, exige un recuerdo de Kafka
(vid.
pp.
104-105 y 109). En ambos casos, su función es premonitoria y señal
de peligro (E. Cirlot, op. cit., p. 198). Hesse hace también
algunas concesiones al costumbrismo. Otra de sus novelas,
Bajo las ruedas
(Madrid,
Alianza, 1972) desmantela los resortes de la educación cerrada y
en exceso racionalista que mutila la fantasía y la imaginación
del niño. Otro tanto ocurre en Demian
(Madrid, Alianza, 19733,
p. 13).
Nota 36.- El lobo estepario, p. 234.
La recuperación de la infancia aparece minuciosamente evocada en
pp. 212 y ss. con detalles, como el del afecto por Rosa y el secreto compartido,
que se asemejan al de la invención de Bergai, entre las dos amigas
(p. 195). Compárese también la escena del espejo en la que
Harry se ve a sí mismo a través del tiempo (p. 224) y que
termina con la destrucción del objeto que le devuelve su imagen
cansada y vieja. Y es que, como señala Todorov, a propósito
de La princesa Brambilla de Hoffmann, «El espejo está
presente en todos los momentos en que los personajes del cuento deben dar
un paso decisivo hacía lo sobrenatural» (op. cit, p.
145). Véase también M.H. Abrams: El espejo y la lámpara.
Teoría romántica y tradición clásica, Buenos
Aires, Ed. Nova, 1962, p. 72.
Nota 37.- Vid. Lukács: Goethe
y su época, México, 1968. «El Epistolario Schiller-Goethe»
se centra en Fausto y en el problema de los géneros. Otro
tanto ocurre con el tema demoníaco; así lo demuestran las
discusiones entre Ángel Rama y Mario Vargas Llosa: Márquez
y la problemática de la novela, Buenos Aires, Ed. Corregidor,
1973. Vargas Llosa se defiende contra el «Vade retro» de Ángel
Rama, invocando la disidencia creadora que se basa en el «regreso
de Belcebú».
Nota 38.- Barcelona, Anagrama, 1976, p.
35.
Nota 39.- Op. cit., p. 99. Véase
también Irène Bessière: Le récit fantastique.
La poétique de l' incertain, Paris, Larousse, 1974, pp. 80 y
82. Recordemos la capacidad de que lo viejo acceda a la modernidad, de
que pueda decir algo nuevo, como señala Octavio Paz en Los hijos
del limo, Barcelona, Seix Barral, 1974, p. 19. Asumo el peligro de
buscar precedentes al tema mefistofélico, tomando la precaución
de no señalarlos como fuentes. Juan Benet, por otra parte, ya señaló
que la mercancía que suministra la inspiración se presenta
más como problema que como solución (La inspiración...,
ed.
cit., p. 45). Véase su relato «El demonio de la paridad»
en Sub rosa, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1973, pp. 189 y ss.
Nota 40.- Apud. Raúl H. Castagnino:
Experimentos
narrativos, Buenos Aires, Juan Goyanarte, Ed., 1971, pp. 96, 100 y
104, aunque como alude en p. 207, Asimov titula uno de sus libros Earth
is Room Enough. En El cuarto hay una sensación profunda
de aislamiento que se evidencia también en las memorias del pasado:
la casa salmantina, la casa de la abuela en Madrid, el hotel de Burgos...
Recintos que invitan constantemente a una huida que sólo se logra
por los caminos de la imaginación.
Nota 41.- Vid. Irène Bessière,
op.
cit,
p. 247 y Emilio Carilla: El cuento fantástico,
Buenos Aires,
1968, p. 19.
Nota 42.- Cf. La búsqueda...,
ed.
cit., p. 72. Véase a este propósito José M.ª
Martínez Cachero, La novela española entre 1936 y 1975,
Madrid,
Castalia, 1979, p. 326: «sus novelas han sido siempre de aquéllas
en las que «se entiende todo»».
Nota 43.- Explícitamente aparecen
los ya citados Lewis Carroll, Bataille, más la revista Lecturas,
Todorov,
Cervantes, Joyce, la leyenda de Inés de Castro, canciones de la
Sección Femenina, folklóricas, fados, Antonio Machado, Pulgarcito,
boleros, canciones infantiles, alusiones cinematográficas, canciones
sentimentales, Carmen de Icaza, Dionisio Ridruejo, las aleluyas del mundo
al revés, El elogio de la locura, coplas gitanas, Barba Azul,
Robinson Crusoe y El hombre delgado de Dashiell Hammett. Para los
curiosos precedentes de «El amor catedrático»,
vid.
mi
artículo «La Universidad de amor y La dama boba»,
BBMP, LIV, 1978, pp. 351-371. Aparte de los modelos propuestos por
el cine, se señalan el ampliamente glosado de Carmencita Franco,
y los de Isabel la Católica, Santa Teresa, don Quijote y Cristo.
Estos últimos como escapistas que, una vez más, recuerdan
el modelo de Ana Ozores.
Nota 44.- «¡Despierta, Alicia
querida», dijo su hermana, «¡qué buen sueño
tan largo has echado», Lewis Carroll: Aventuras, ed. cit.,
p. 76. Claro que Alicia se arriesga a contarlo todo, lo que provoca un
nuevo sueño en su hermana, aunque un sueño semiinconsciente,
a muy poca distancia de la realidad.
Nota 45.- Jorge Luis Borges: Discusión,
Madrid,
Alianza, Emecé, 1964, p. 102. Véanse también sus «Avatares
de la tortuga», en pp. 110 y ss. Es curioso que el juego se establezca
a propósito de una cita cervantina. Recordemos la lectura de Torrente
Ballester en El Quijote como juego (Madrid, Guadarrama, 1975). En
La
saga/fuga de J.B. (Barcelona, Destino, 1973) el lector es invitado
a saltarse unas páginas y obviar la digresión. Sólo
que, al revés que en El cuarto,
allí el número
de la página coincide con el envío. Para otros aspectos sobre
lo demoníaco, véase mi trabajo «Sobre la demonología
de los burladores (De Tirso a Zorrilla)»,
Iberoromania, 26,
1987, pp. 19-40. Reimpreso en Cuadernos de Teatro Clásico, 2,
1988, pp. 37-54.
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